sábado, 16 de noviembre de 2013

Sábado de lluvia


Compañías





Desde hace unos días reflexiono sobre las lecturas que me acompañaron a lo largo de mi vida. No se trata ya de definir si han sido “buenas” o “malas” ya que esos adjetivos no aportarían nada a lo que quisiera expresar. Recuerdo una antigua colección argentina que se llamaba Robin Hood. Tenia las tapas durísimas, de color amarillo; la textura de sus páginas era atroz y el tamaño de las letras casi imposible; sin embrago, mi primera lectura de Mujercitas, de Louisse May Alcott fue en uno de esos libros. Supe entonces que”la belleza” puede tomar extraños caminos. También recuerdo otra colección, Irídium,  por todo lo contrario: páginas de papel suave y brillante (se reflejaba en ellas la luz de mi lámpara de noche) además de  dibujos coloridos que me guiaban (y limitaban). Allí encontré a Verónica, la protagonista de muchas historias que me llevaron a entender que desde el anonimato la vida también puede tener estrellas  y “estrellamientos”.

Entre Jo, la protagonista inolvidable, y Verónca, leí best sellers de intriga policíaca que me llevaron a escribir mi única y primeriza novela  a los catorce años: todos los personajes morían. También hubiese querido investigar junto a Hércules Poirot en las novelas de Agata Christie.  En Diez  negritos, la clave estaba en la última línea. Teníamos quince años y con ma amigas “del cole” nos amanazábamos con deciros el final.

Ahora, en la madurez, el final de los libros me da igual, porque si no me atrapan entre las redes de sus líneas, no llego nunca a él. Aquí la lista sería inmensa y no quisiera ser injusta (lo sería, seguramente). Pienso en la fuerza de Jane Eyre, de Charlotte Bronte, en as locas familias de Julio Cortázar que escriben a los muertos,  en la angustia ante el mundo de Paul Celan, en los vericuetos mentales y solitarios de la Señora Ramsay, de Virginia Woolf.

Los libros han dejado de ser libros, o por lo menos, sólo eso. Son fieles compañeros que me enseñan  a vivir y dan vueltas por mi mesa de noche o al lado de mi cama (en el suelo) y, al igual que mi perro, me miran con profundidad. Cuando no eniendo el mundo (casi siempre), recurro a ellos.